El crítico de arte Francisco Calvo Serraller desarrollaba así su visión personal sobre esta primera etapa del pintor.
A comienzos de dicha década, con apenas veintipocos años, Ramiro Tapia desarrolló una obra pictórica en perfecta sintonía con el espíritu vanguardista internacional, que, por aquel entonces estaba fascinando con la figura de Paul Klee.Probablemente fue uno de sus más inteligentes y delicados intérpretes, además de haber sido también quien supo sacarle un mejor y más versátil provecho.
La claridad y el refinamiento con que Tapia concebía su universo mágico atrajo a Willi Wakonigg artista también y fundador de la prestigiosa firma Gastón y Daniella. De la colaboración entre ambos surgieron diseños, cuya modernidad y audacia no tenía paragón en la España de entonces y que hoy nos siguen asombrando. De todas formas, el fundamento y la clave de todo ello está en esta pintura de Tapia de los años cincuenta, que no sólo no ha "envejecido" con el paso del tiempo, sino que quizá hoy somos más capaces de apreciar en su fragancia y sutileza.
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Antonio Colinas - escritor y poeta. Los sueños recobrados
Aunque en su memoria primera duerme el frío y la pureza de las dehesas de encinares, al pintor Ramiro Tapia (y, por supuesto, a su pintura), hay que comprenderlos y aceptarlos en el enclave donde en el presente teje sus sueños: una vieja casa de un no menos viejo barrio de los alrededores de la catedral salmantina. Ver y comprender su pintura en este enclave concreto, no implica negar los años abiertos de su formación pictórica, ni la universalidad que late en la misma, ni lo que en ella es esencial: su sentido profundamente onírico y cosmogónico. De tal manera que teniendo Ramiro Tapia su centro en Salamanca -ciudad llena de resonancias simbólicas-, a la vez su mirada creadora se dirige muy lejos.
Se acompasa también muy bien la Salamanca legendaria y secreta con los recursos y mensajes de la etapa pictórica que Tapia nos ofrece ahora en su exposición de Madrid, la que abarca -a grandes rasgos- la década de los años 50.
Dos cosas quisiera escribir, de antemano, de la pintura de este periodo. Una se refiere a su fuerte personalidad; la otra, al mensaje tan rico que contiene. Ambos dones artísticos tienen, quizá, su origen en una misma infancia -la del pintor- llena de recursos fantásticos y de ensoñaciones, a las que sin duda no fueron ajenas las leyendas y vivencias que le transmitió una abuela espiritista, las influencias de ésta a través de su fantástico comportamiento (que no excluía los trances) y que seguramente condicionaron vivamente las actitudes estéticas y la capacidad creadora del futuro artista.
Pero hablaba de la primera lección que esta temprana pintura de Ramiro Tapia nos ofrece: la de esa originalidad y riqueza creadoras en unos años en los que todo el arte sólo se podía encontrar -o nos parece a nosotros que se encontraba-, más allá de nuestras fronteras, mientras que aquí íbamos salvándonos entre las agonías del paisajismo rural, los retratos con nombre y cierto rupturismo mal asumido en las imitaciones de lo foráneo.
En aquellos años 50, Ramiro Tapia -como todo verdadero artista hace-, se ciñó a mirar hacia su interior para extraer los temas y los motivos sinceros de sus obras; dejó fluir sin más aquellos símbolos primeros que, aparentemente, desembocaban en figuraciones fantásticas, pero que hoy -cincuenta años después-, nos las encontramos en unas obras muy vivas y maduras. Así se nos muestra ya de rotunda esa obra inicial en algunos paisajes de los años 52, 53 y 55, en los que el rico mundo onírico logra metamorfosear la realidad. Gracias a este don que posee -a ese sentido especial que tiene su manera de contemplar la realidad-, pájaros y gatos, veletas y lunas, tejados y cúpulas, se transforman ante la mirada del espectador.
Y es que Tapia no copia la realidad sino que la metamorfosea, y precisamente le gusta hacerlo en esa zona entre la tierra y el cielo -la de los tejados, la del perfil de las ciudades-, en las que el artista, como un mago, hace dialogar lo telúrico con lo celeste, lo inferior con lo superior.
Podríamos decir que óleos y acuarelas responden a una especie de geometrismo inspirado que aleja a este pintor de una figuración cómoda o fácil y que, a la vez, gracias a esa metamorfosis tan delicada del color, la transforma. Esta es, a mi entender, otra de las aportaciones de la pintura temprana del artista: la de hacer uso de un colorido delicado y rico que nunca cae en la disonancia. Una armonía -quizá también maga afecta siempre a los colores de estos cuadros.En aras de este geometrismo inspirado al que acabo de referirme, el pintor superpone las casas, los animales y los seres de unos paisajes normalmente urbanos, para ir más allá de ellos, para ofrecernos otros mundos y evitar cualquier realismo "fotográfico". (Otra vez aquí el profundo sentido de metamorfosis de su pintura.)
Esa transformación se logra siempre con finura y delicadeza, en momentos culminantes como "Construcciones azules", "Gato con molino" o "Pez rojo". Comprendemos al verlos que es mucho el sueño y la libertad que Tapia aportaba con estos cuadros a la pintura española de los 50. Y ha sido necesario el paso del tiempo para que lo comprendamos aún mejor.
En ocasiones, el pintor utiliza un color a modo de microcosmo. Me refiero a que es el color el que impone tanto la forma como el significado en cuadrículas. Así, en "Paisaje en azul". (Una luna negra -siempre los astros presentes en su pintura como símbolos supremos-, expresa la otra realidad, la que siempre vela allá arriba.)
Es ese mismo color-microcosmo (el azul, por ejemplo), el que anuncia cambios en la pintura de Ramiro Tapia a partir del año 1956. La poesía de los sueños estalla ahora en pájaros, escaleras y estrellas. Quizá algunos relatos de la infancia, temas míticos, legendarios o arqueológicos, se confabulan en la mente y en el corazón del pintor, en su pincel, para volver a metamorfosear la realidad. Así, en las obras más significativas de los años 56 y 57, como "El rey mago-gato" o "Tres reyes magos". Los títulos parecen remitirnos a temas muy elementales, pero el hallazgo esta en ver cómo el pintor nos los ofrece salvados, comunicándonos un mensaje. También en las geometrías -ahora de los pequeños cuadrados-, en una obra como "El sol y el pájaro".
Dentro de su rico eclecticismo y de esos mensajes que no aburren nunca al que contempla y disfruta, se hallan las nuevas aventuras creadoras que Ramiro Tapia nos ofrece a medida que esta década de los 50 se va cerrando. Así, entre 1958 y 1960, trabaja en bocetos para murales, que también responden a un hondo sentido creativo.
Los mundos de la alquimia o de la brujería, o temas como el de la cristalización del cuarzo, nos hablan de nuevo de sus viejas obsesiones oníricas, de su fidelidad a un mundo remoto, pero a la vez tan actual por la fuerte carga simbólica que comenzamos señalando. El pintor, más que sentir por ese mundo un interés anecdótico bien podríamos decir que lo vive. O, mejor sería decir, que lo respira.
Animales ("Ciervos amarillos", "Caballos con personajes"), plantas ("Composición botánica") o la humanidad soñadora ("Dos enamorados"), vuelven a entrelazar los símbolos de la naturaleza sin la que no es posible concebir esta pintura. Y ahora otros colores -los violáceos- fijan simplemente "Signos" que el ojo del observador debe interpretar a su manera. Lo violáceo parece lo más simple, pero en realidad, por darle a ese color un sentido insondable remite a lo que, de nuevo, está más allá.
No es raro que en esta aventura suya de metamorfosear la realidad común, Ramiro Tapia acabe desconfiando de alegorías y de símbolos, y prefiera -son precisamente estos los cuadros que más le gustan al propio pintor-, sumergirse en la pura abstracción. Sabemos que otra vez el color -ahora el rojo o el negro- y el intenso espacio astral se hallan en cierta media presentes, pero en cuadros como "El cometa negro", "La cara roja" y, sobre todo, "Cosmogonías", la mirada de Tapia siempre acaba en lo más hondo y en lo más alto. Detrás siempre de los frutos más maduros se halla esa presencia del cosmos que es el Todo y la Nada para el verdadero creador.
A veces, estos planteamientos de fondo le obligan a cambiar con agilidad y acierto las formas. Ahora, el pequeño formato de algunos cuadros, la técnica del collage o esas fantásticas acuarelas reducidas, son nuevas vías para llegar a una misma meta. No hay límites, pues, en la investigación -sutil, delicada siempre, sin buscar nunca la brusquedad- de este pintor.
Así que esta exposición que se le ofrece aquí en Madrid al visitante, es en verdad rara e insólita; exposición con un claro y sabio mensaje, fuera de lo habitual y trillado -volvamos a recordarlo- de aquellos años 50 en que fueron elaboradas las obras. No es, pues, raro que artista y contemplador aborden estos cuadros con cierto grado de incredulidad. Me refiero a que todas las obras expuestas nos parece que han sido creadas ayer mismo. Este es otro de los dones de esta pintura: el paso del tiempo no ha hecho mella en ellas. Están frescas. Están vivas.
El mundo onírico "por diestra mano" conformado, diríamos parafraseando el verso de Fray Luís de León, es un manantial que Ramiro Tapia esclarece y aviva, a la vez que es anunciador de la vigorosa obra de las plenas décadas venideras. Como un milagroso hallazgo, la pintura primera de este poeta-pintor sale de su taller en la vieja casa de la vieja ciudad para revelarnos lo nuevo, lo que no pasa porque es fiel a mundos eternos, a ese mensaje, a esas "músicas", que sólo algunos artistas pueden oír. Ramiro Tapia es uno de ellos.
Antonio Colinas. Salamanca, octubre de 2002
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