Fernando R. de la Flor - Catedrático de Literatura Española de la Universidad de Salamanca y Académico correspondiente de la Real de Bellas Artes de San Fernando.Salamanca Agosto 1990
El nuevo horizonte creativo del pintor Ramiro Tapia se abre, otra vez sin concesiones, hacia una nueva escena ancestral, hacia unos nuevos mitos o ritos o taumaturgias, que están en el origen mismo de su dedicación a la pintura. Abandonado el proyecto arquitectónico que le ocupó obsesivamente durante los años ochenta y con el que pobló su propio espacio imaginativo, el pintor, poseído de un talante apocalíptico, desemboca hoy en un proceso que tiene en la escala de lo orgánico (desde lo vermicular hasta el diseño de ingeniería del animal vertebrado) su referente natural y último.En adelante, las configuraciones del Inconsciente colectivo; los sueños primitivos; las visiones plenas de carnalidad que convoca el mundo primigenio hablarán aquí al ojo con su fuerza genésica. Los signos arcaicos se instalan con determinación en el seno de una situación (pos) moderna. La historia de lo que es un trabajo que nos parece ejemplar por su coherencia, se pliega, así, con mecánica invertida, sobre la historia soñada del mundo. El relato iconográfico que estos cuadros develan ensaya de este modo una suerte de viaje a los orígenes. Viaje a los orígenes que es, no lo podemos dudar, un viaje al interior de lo (oscuramente) intuido, de lo que borrosamente adivinamos sobre los procesos de formación de la materia. Es así como esta pintura de hálito colosalista y de realización orgásmica se dirige, plena de sí misma, hacia un desasimiento de la literatura (la pintura dirá sólo lo que es indecible por otros medios) y hacia un encuentro nupcial con las texturas, con el color y las constelaciones imaginarias.
Con un poder que quiere remedar el del dios y el barro que habitan el GÉNESIS; con un gesto teúrgico, en sentido estricto: con trazos que saben dar vida, el pintor desvela apenas las formas que emergen brutalmente del seno de su magma, compuesto, en una mixtura inextrincable, por lo terreo, lo primigenio, lo informe. En esa capacidad mostrativa de lo que nos constituye en última instancia como seres, en esa paradoja cruda que enfrenta el high tech de la civilización con la instancia caníbal, reside la fuerza poética, el camino cierto que Ramiro Tapia describe deslumhrando por la fuerza con que se manifiestan sus visiones.
Convocación de la materia
Pero son ciertamente realidades de dos órdenes muy diferentes las que se alternan en esta muestra: por un lado, los desbordamientos expresivos de esos cuerpos colosales, que rebasan con su potencia los marcos en los que están constreñidos; por otro, la pintura persigue la huella fósil, la evocación esfumada, la sugerencia sólo, el nummolites, en fin, podría decirse, de una forma que fue y que es ahora convocada como un fantasma. Este último proceso, al que el propio pintor no duda en denominar teleplastia surge como resultado de la proyección de imágenes mentales imprecisas sobre la materia de lo que es el mundo exterior a la conciencia."Sólo lo informe es real", parecen decir esas primeras apariencias que pueblan con su grosor dantesco el espacio de representación que les es dado. Lo informe, vale decir, lo orgánico, esa purulencia frenética que está en el origen de la vida, es alfa y a la vez omega: comienzo y término del proceso de constitución de las cosas: tanto vale decir "muerte" ante ellas, como decir "vida", genoma o carnuzo (en el sentido surrealista de que toda licuefacción y desfiguración es alternativamente prenda de vida y de muerte).
Sobre esta verdad fuerte y última construye Ramiro Tapia su nueva y paradójica versión de una creación destructiva (!). El mundo evocado -¡Qué lejos de cualquier visión light!- se deja pensar de nuevo en lo que son sus referencias míticas: la comida ritual, la conmemoración del sexo, la convocación de lo siniestro, matizadas siempre por una sensualidad que incita a la comunión -a la deglución misma (Dalí ha dicho que el arte plástico tiene que ser comestible)-de estas formas que se dan al tacto, al gusto, a la mirada, envueltas en el líquido amniótico de los pigmentos.
El cuadro nos traslada, así, a los balbuceos de la creación de la materia, realizando su mecánica por medio de la implosión, casi de la invaginación: es decir, retornando hasta donde se puede a los primeros pasos de lo que es la formación de la imaginación (esa turbulencia) y al albor mismo de lo que el mundo fue y es, intuido aleatoriamente en su momento inaugural o en su quimérico escenario de regresión y cierre.
Por esa doble conexión con una realidad última (o, indistintamente, primera), esta pintura de gesto micénico y tensión miguelangelesca nos afianza en el universo de lo humano. Desde él, desde su fondo sin fondo, ofrece las visiones magmáticas que metaforizan, como sólo la pintura -ese arte arcaico- puede hacerlo, los orígenes mismos de la constitución de la psique (de sus fantasmas) y de la materia orgánica. Materia: tierra, barro, masas de color, en que alienta ya el espíritu (soplado, insuflado, según el acreditado relato cristiano). Escena del amanecer (que algunos pueden tomar como crepúsculo), que tiene además la virtualidad de no ser dramática, ni ominosa en exceso. Hay algo también risueño, infantil, naif en estos bestiarios y en estos ciclos sobre la formación del cuerpo y la conciencia, y el espectador puede agradecer, entonces, que la tensión no avance en espiral salvaje hacia su climax. Sucede que el artista juega en sus laberintos, retoma formaciones imaginarias provenientes de la infancia, proyecta, en definitiva, sus viejos demonios familiares, cuyo gesto sangriento, cuyo ademán amenazador y terrible, se deshace enseguida cuando el ojo se aproxima a su textura, descubriendo allí, sin drama, la pluralidad de formas informes que lo habitan. La historia, el relato, la literatura que se apunta, se reabsorbe al pronto y deviene genealogía sola del arte de pintar. La pintura acaba hablando estrictamente de sí misma.Ello nos obliga, coherentemente, a callar, a aniquilar el correlato lingüístico que pretende acompañar esta pintura, por lo demás tan elocuente y autosuficiente en sí misma. Pintura que se diría surge desde dentro de una conciencia interna que se proyecta hacia el exterior, llegando como un mensaje que la materia lanza al ojo vertebrado por la visión. De ahí este movimiento circular, este desenrollarse eterno del trazo continuo. A partir de un núcleo imaginario, de un centro secreto y soñado -al que queremos llamar omphalos- la materia se expande de un modo potencialmente infinito.
De esta invasión del ámbito; de esta sobresaturación de la atmósfera que rodea al cuadro, convenía, por último, hablar aquí, pues es uno de los efectos primeros y más destacables en esta muestra.
La pintura irradia por doquier su imaginario dominio; coloniza con su aura el espacio mental y físico que le está destinado. Es allí donde parece derrotar, en un acto demiúrgico pleno de poderío, a las fuerzas que proclaman incansables el poder de la oscuridad, del silencio, de la extinción.
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